Jorge Fernández Díaz: “De nuestros padres no sabemos casi nada”
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Hace más de veinte años el escritor y periodista Jorge Fernández Díaz (Buenos Aires, 1960) grabó decenas de horas de entrevista con su madre, una asturiana que con 15 años emigró sola –su familia debía ir después, pero no lo hizo– a la Argentina de Perón. Y escribió Mamá , una carta de amor, una epopeya íntima y universal. Y ahora regresa con una mirada a su padre en El secreto de Marcial (Destino), premio Nadal, en la que aborda de nuevo la emigración y los secretos de cualquier vida. “¿Cuánto sabemos de nuestros padres? Guardan para nosotros la imagen de padres en sus diferentes roles: como víctimas, como jefes, como niños. Pero el hombre de carne y hueso que sufre, desea, nos es insoportable aun de grandes. Pudo tener sueños húmedos, novias. Probablemente ocurrió. No sabemos casi nada”, cuenta. A lo que se suma que el suyo perteneció a una generación castrada.
“Mamá era una crónica novelada, la biografía de todos, de alguna manera. Pero mi padre era un personaje secundario, como lo fue un poco en nuestra vida. Mi madre era una prima donna, una matriarca sufriente y elocuente que lo había copado todo. Fue sacando del escenario a mi padre, que vivió como en otro plano. Y el fantasma literario de mi padre me perseguía”, recuerda el autor.
Halló la clave para acercarse a él al recordar “el único vínculo que de verdad tuvimos: veíamos juntos en el barrio pobretón donde vivíamos en Buenos Aires películas en blanco y negro de Hollywood, y al revisarlas evocaba cosas que me decía, como si hubiera sido una educación sentimental hecha de pequeños gruñidos y pequeñas lecciones, siempre oblicuas”.
“'Qué verde era mi valle' y 'Los mejores años de nuestra vida' me salvaron la vida a través de mi padre”“No solo somos lo que comemos, somos lo que vimos cuando éramos niños, adolescentes, en los ojos de nuestros padres mientras miramos juntos la pantalla”, reflexiona. Y recuerda una anécdota: “Crecí en una familia de asturianos que vivía en una comunidad gigantesca de emigrados que construyó con sus ritos una España al otro lado del charco. En mi casa, se hablaba bable y, en el colegio, me pegaban por cómo hablaba y mis padres se daban cuenta. Viendo Qué verde era mi valle, de John Ford, el chico de la película viene golpeado y le enseñan a boxear para que se defienda en el colegio. Mi madre y mi padre se miran y, al día siguiente, mi padre me compra un kimono y mi madre me anota a judo. Terminó el bullying y me fortaleció para siempre”.
Años después, ebrio de patriotismo, quiso ser voluntario en la guerra de las Malvinas. Su padre no le hablaba por querer ser escritor y periodista, lo que asociaba con la vagancia y el alcohol. “Pero me pidió que pasara por el café donde trabajaba y me dijo: ‘¿Te acuerdas de la película en la que volvían unos soldados de la guerra y uno no tenía brazos y usaba ganchos?’. Era Los mejores años de nuestra vida, de William Wyler. Así me decía: cuidado, la guerra parece una aventura, pero las consecuencias son horrorosas. Así que no solo me salvó la vida John Ford, sino que me salvó la vida William Wyller, a través de mi padre. Él no me lo podía decir cara a cara, no estaba equipado con esa emocionalidad para hablar. Y, si trata de algo, El secreto de Marcial es de la imposibilidad de padres de las viejas generaciones de comunicarse con sus hijos, decir te quiero, estoy contigo, abrazarte, confiar”.
Curiosamente, la ficción que les había separado sería lo que les volvería a unir: Fernández Díaz escribía cada día con enorme éxito una columna de ficción para contar lo que no podían en la sección de sucesos. Un día su padre le llama: los parroquianos del bar le han comisionado para saber si la persona que al final de la columna ha perdido un bolso con un rescate a manos de un ladronzuelo lo va a recuperar. “Se me saltaron las lágrimas. ‘Sí, papá, lo hará’. ‘¿Seguro?’, me dijo, como si no pudiera entender que yo escribía eso”.
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